...Caigo en mi instinto:

...Caigo en mi instinto:
No lloro, no me lloro. Todo ha de ser así como ha de ser, pero no puedo ver cajones y cajones pasar, pasar, pasar, pasar cada minuto llenos de algo, rellenos de algo, no puedo ver todavía caliente la sangre en los cajones. Gonzalo Rojas, Contra la Muerte

martes, 3 de febrero de 2009

Soñolienta Perspectiva :

Si hay una estación del año que odio; esa es el entretiempo.
No soporto la idea de que me hayas sepultado mi sonrisa, mi vida, mi costumbre… mi amor. Aquella fiesta fue un inminente martirio, el sufrimiento navegaba sobre esa casa, y yo entupidamente, les sonreía a lo cuadros hipócritas de aquella mansión. Los vidrios quebrantaban mi mente, al ver a ella tirada en el suelo –Por cierto, ella era mi madre-. Y tú, ahí, mirándole de forma omnipotente, de lo más cínica… pues sí, ella es una mujer. Lena. Lena es el nombre que tortura mis hileras de pensamientos, aquella fue la asesina de mí, y aquél asesinato. Busqué respuesta en cigarrillos palestinos, que me dieran alguna réplica obvia, no vino al caso. Siempre veía su sombra veleidosa que camina habitación, por habitación. Siempre veía más allá de lo que se puede observar, su aliento olía a pescado nauseabundo, su cabello nocturno, y sin polos ni espuelas. Era ella, nada más que ella.
En ese instante, hasta mi olfato olía el efecto melancólico que causaba su ausencia, mi equilibrio cayó, y quebrantó vidrios en porción de segundos. Realmente no sabía si era mi histeria –al saber quien era la asesina- o si era causa de mi inmadurez asertiva. Sólo tenía quince años, debía afectarme de tal manera, pero el dilema estaba, en que yo sabía la causa del tal fallecimiento inoportuno, y considerando al igual, que la persona que estaba tirada en aquél reciproco lugar, era mi madre querida, joder. No podía creerlo, se me hacía imposible ver tirada a mi propia madre en ese contexto tan inminente. Terminé por aceptarlo –Solo de forma externa-. Mi habitación era un ataúd sin retrato esmerilado de lágrimas indecisas. En ese momento entré en cuestionamiento; de que lo mejor que podría hacer en aquél instante era salir, correr, volar, reencontrarme con mi YO, y simular estar feliz, estando quebrantado y fracturado por toda aquella escena de muertos vivientes, y vivientes estando muertos. Me escapé de la casa en absoluta obscuridad. Mi alma quebrantaba fronteras, mi aliento era ágil, pero a la vez podrido de congoja o angustia. Sólo pensaba en aquél, en la caída, en el arrollo, y el esmeril acción. Sumergido, excretando matraces de lacrimosas aguas, quise gritar en algún momento –sin disminuir mi enorme velocidad-, pero el alba y la llena luna me lo impidieron, ordenándome señas de auxilios de mantener el silencio de una noche sin prejuicios ni esponjosidad. Obedecí.
Me imaginaba su silueta, su vejiga natatoria que siempre imaginé que tendría. Te quise. –Mientras lloraba-.
Por un momento pensé…
‘Quien más que yo, sabía la verdad’, sólo yo. ‘Quien más que yo, conocía su rostro –si es que realmente lo conocía-’ sólo yo. ‘Quien alguna vez, había mantenido un dialogo con ella’ nadie. Al hacerse toda ésta parafernalia de preguntas, entré en psicosis; las ramas de los árboles volaban, flotaban, empapaban mis párpados con raíz sepultada, y más aún, ataban mis pies, y mis ojos sedientos de transpiración helada. Veía témpanos de hielo derretir en lagrimas una secuencia obvia de espantos y miedos –jamás nunca sentida-… era extraño. Mis manos se encogían, mi cara se englobaba, parecía un sueño nebuloso, que no querría volver a entrar. En el acto, escena, y traspapeleo, vi su rostro ínfimo. No podía ser. Era imposible. Mi rostro… Su rostro. No, no… Lena, yo. -¡Es imposible!-. Era obscura, y también se le englobaba su rostro, sus manos se encogían, su transpiración infringía sus púlpitos, su sonrisa era sínica e irremediablemente; le odiaba. Era un hecho.
Volviendo a su lobreguez… Lena, ella, no cabía duda que ella era, no se detenía de imitarme, era horrorizante. De pronto mis brazos volaban como esferas de viento, mezcladas con ráfagas de espermios, mientras me ahogaba en mi interior tan terrible concupiscencia, pero no de una utilidad vertiginosa, sino de un deseo de aterrizar y de que todo aquello acabara de forma soñolienta y no, en una blasfema. Austro sardas entraban a sangre y aliento, de una forma totalmente inesperada. Me apreciaba un sueño analgésico y estable; que de pronto deseaba que nunca terminase, fuera mi gloria mi blancura, mi humildad en vida. Era un estado de emergencia que acabara eso... -¿ya lo había olvidado?- No, Lena, no, las ráfagas, los espermios, mi sangre, mi rostro y manos… no, eso no fue un sueño. Lena. No. Lena era yo… mi sombra… yo maté a mi madre. -¿En qué momento?-. Los vidrios, la nebulosa, la obscuridad. Recuerdo. Yo, no fui el que salió de la casa a escondidas y sin precaución, si no que fue mi espectro quien devoró toda palabra de injurias. Fue mi quimera quien confundió mi estadía en la tierra
-¿estadía en la tierra?-. Si, eso fue… ahora estoy en un edén sin frontera ni mares de platas, sin cobres ni caféses amargos, sin olfatos ni olores nauseabundos, ahora soy yo enfrentando el bien… -Ja, ¿Quién fue Lena?, mejor es no recordarla- Ahora razono que mis largas manos, mi cabeza vasta y englobada, las azucenas que hablaban… y el novilunio en que brotaba aquella flor, era el camino hacía mi bien o mi mal; hacia el perdón o la negación.

2 comentarios:

silvia zappia dijo...

Es difícil lidiar con nuestra sombra.Sólo el que lo hace puede construir este magnífico,edípico relato.


Voleré, te dejo un beso.

Diana dijo...

Todo esto es muy triste.
yo no sé hablar asi de tristeza, lloro antes de acabar...
Me encanta.