...Caigo en mi instinto:

...Caigo en mi instinto:
No lloro, no me lloro. Todo ha de ser así como ha de ser, pero no puedo ver cajones y cajones pasar, pasar, pasar, pasar cada minuto llenos de algo, rellenos de algo, no puedo ver todavía caliente la sangre en los cajones. Gonzalo Rojas, Contra la Muerte

lunes, 16 de febrero de 2009

Vidanía :

Hoy si que siento absoluta plenitud. Ahora si,
mi hálito se encuentra en pleno helecho.
Recuerdo mi lozanía al haber mecido mi primer cabello,
mis agrietados dientes de consciencia;
cuando sólo cursaba los dos años y veintitrés horas de nacido.
Corríamos sobre la corrosiva ciénaga que cruzaba nuestra casa infanta. Disfrutábamos cada oxigeno de mi nariz deshuesada; volábamos sobre ríos de la tísica cúspide… bueno una vez que el río no subiera en lo absoluto. Pero siempre fuiste como una hermana gélida y trastornada; creo que eso era lo que me relamía mi pugno pensar. Era tan evidente nuestra amistad, que estoy seguro que ambos quebramos la tiesa y quebrantada esfera de atmósfera que nos rodeaba nuestra silueta. Crecimos hacia un hostil monumento de fragancia fertilizada; navegamos sobre un lecho de abnegadas rosas de almizcle; disfrutamos nuestra edad taciturna; pero fresca a la vez. Era rimbombante. Te amé, Te amo, te quise; te… Siempre quise decírselo; gritarlo al alba entera, desplegar cuan vociferarte plaga de rosas al destino, pero eso fue el inminente efluvio de un futuro de fantasmas elocuentes. Te tuve que desunir desde el cielo; las nubes que nombraban mi argumento, y siempre en mi lecho ella estaba. Estaba su silueta traspuesta, dibujada y agrietadas en lluvias ácidas, su sudor dibujaba sus corazas. ELLA transparente de ilusiones, amamantados sus pechos, dibujados con carbón secante de aceites curtidas, era perfecta a mi retina acuosa. -Le quiero- se dijo en monologo. Me quedé con ese óbito cuestionamiento racional. Resistía mi polo nocturno; pero no dejé confundirme con ausencias de delicadeza incandescente. Quería confundir mi mente homogénea....

Positivamente grité al campo abierto,
sorteé mi alma a los cuatro vientos en fragancia invertida,
mi indemne burocrática boca desmayó quebrantos de rabia,
sudor y amenidad. Era el efecto de su defunción y ausencia .
Pero luego callé al deshojo de mi habla,
no quise siquiera saber de mi pestilencia;
mi cuello creció,
el aire tatuó las lágrimas en mi cara,
el anzuelo clausuró mi rufián mano.
Crecí pensando, teniendo todavía quince años. La cafetera servía en soledad el café en la cocina, la colina por la mañana me daba, solo ella, los buenos días, el sol rasuraba imaginariamente mi dilataba barba castaña. Era real, ellos me hablaban. Mi barba crecía tan velozmente, que hasta cruzó mi espalda, cubría mis nauseabundos pies en posición de rayuela. No me importaba la languidez de aquella, al menos mi espejo me lo indicaba, me describía tan específicamente que me conformaba con tenerla y dejármela crecer por toda mi velocifera vida omnipotente. Me consideraba un robusto lobo, a diferencia que yo no aullaba. Me había resignado a no llorar por polos opuesto de mi realidad. Pasaron los años, y seguía en mi cúspide nebulosa e imaginativa. Los gatos pérfidos y vesánicos jugaban con la inmensa barba, aquella rozaba sus putrefactos dientes de cadavérico cuerpo. Poco a poco iba notando algo extraño en la mansión robotizada imaginariamente. Las flores ya ni me hablaban por la mañana, las nubes no se despedían de mi hálito mugroso, los musgos de la ciénaga crujían sin dedicarle al habla ningún argumento. Era extraño al polo fraterno. La mucosa de mi nariz no brillaba en proporciones, era volátil, etéreo… estaba opaco y sin sonrisas. Las telas de arañas se daban a notar, el brillo de los andrajos no estaban voluptuosos, pero pétreo de vez en cuando. Era lujoso, desagradable: mi mansión estaba heterogéneamente inaudita. Hasta mi bucólica barba estaba recogida y casposamente recortada, es como si hubiese hallado una utopía. Mi barba estéril se extrañaba de mi languidez. La senectud incorpórea trituraba el espectro que parecía. Cuando aterricé sobre realidad, estaba extenuado en una cama ahuyentadora, las plumas de las almohadas ya ni existían, la extinción fracasaba en mi aliento. Pero aun así, estaba feliz. De pronto una voz rasuró sobre mi tímpano navegante. –Hola… hola amor- dijo aquella voz, y yo aun amnésico de mi vidanía. -Hola amor… es mi voz arménica, soy yo, tu amada adolescente- dijo otra vez. Era ella. No bastaron segundos para que mi corazón expulsara timbales de sangre aguantada. Todo era perfecto, yo haber despertado, palpitado mi frenesí ostentoso. Todo era dotado de hermosura, hasta que mi amada me confesó que había muerto de soledad. Que mis pies descansaban en un cajón de cuerpo cúbico sin esfera ni diamantes; en madera ruidosa y silvestre. Mis segundos de flamígeros paréntesis suspiraban el sudor helado de muerto luctuoso. Inaudita mi boca fermentaba sobre gusanos hambrientos. Era roñoso, repugnante; me quería morir... bueno, por segunda vez.
Entré en silencio,
las pulsaciones desaparecieron,
aparecí en mi casa sentado en mi cama, me miraba al espejo.
Mi rastro espectro había desaparecido, sin embargo,
otra vez crecía mi barba nudosa. Me servían el café, las nubes me hablaban,
y el sol me despertaba con el eficaz correo…

1 comentario:

silvia zappia dijo...

tal vez no sea bueno descubrir la utopía...
será mejor gritar siempre a campo abierto
o dormir en caracolas de tu mar pacífico
que morir y despertar en absoluta soledad,
soledad más que muerte,
para que el círculo nunca se cierre
y no vuelvan a servirte café
y otra vez la rueda...
O será mejor que se cierre???


Te dejo un beso