I
Nunca
me sentí más a gusto con la vida. Tenía los ojos taladrados en la
ventana respirando el verdadero aire de la tierra, la virginidad del océano y
de los ríos. Me sentía en el más profundo apogeo de mi sueño; viendo mi vida
convertida en colores y en una estatua somnolienta que cantaba día y noche la
respiración de mi mente. Hace poco
tiempo atrás, me había desunido de la violenta soledad que me mataba con
premura. Me había quitado la soga negra que unía mis ojos y mis pies; soga que
me había impedido dar pasos a este paraíso onírico, en el cual, me encontraba
en ése instante. Había terminado de sepultar los últimos recuerdos que me ataban;
cerraduras, máscaras de cristales, prótesis de párpados caídos, doncellas,
crucifijos y gigantes estatuas de yeso, todo lo había enterrado para librarme
de recuerdos y opacas golondrinas asesinas.
Pues la verdad no me encontraba tan
solo. Había una luz etérea que huracanaba a ratos mi cuerpo, como un cometa
celeste a la tierra. Era una luz sellada de flores que se apoderaba de mi
locura, de mi tiempo, de mi vida. Luz roja de terciopelo que incendiaba los
carnavales más agitados de mi mente. No era la tierra ni tampoco mi vida ―pues
no era lo suficientemente soberbio como para que lo fuera―. Era una luz
sacramental pero lo bastante bella como para atormentar a la tierra. Era
Nattura. Nattura era una esencia criminal, era la poetiza más íntima del
poblado. Yo, mi filosofía y ella, su poesía; hacían nacer desde el fondo de la
tierra toda esta sábana de oxígeno en la cual, se había cubierto la tierra.
Entre los blandos pedernales caminábamos
ella y yo, sumidos por el alcohol de la luna y de la lluvia. Estaba tan a gusto
con mi vida que a la vez, ésta me hacía temerle con braveza. Temí que Nattura
se desvaneciera o yo de ella. Temí que toda esta metáfora volviera a ser un
túnel de paraguas negros, que fuera a convertirme en un grito de alma o de
cadáver o simplemente en el ladrido de la noche. Realmente temí volver a pasar
por lo mismo, volver a sentir que la piel no es más que piel; algo muerto sin
vida, que las hormigas son simplemente hormigas y que la tierra es la pesadilla
de las flores y yo también de ellas. Temí tanto ―pues la verdad siempre temo―, que
a veces desconozco mi coraje como filósofo, a veces pienso que los poetas son
más firmes que los coléricos filósofos.
No tuve denuedo para seguir con la idea
de que todo se acabara. No quise desnutrir la intensidad y el color de nuestras
flores. En realidad quise guardar las maletas de la muerte y acostumbrarme a
vivir, a vivir sin prisas y sin el reloj rojo de la memoria; quise ser libre como
aquella explosión de unicornios que vi en algún sueño atrás.
Entré solo a mi casa y sin oír la
respiración de los muebles me senté a meditar, a establecer una de esas conversaciones
con el silencio, pues lo único que en instantes se oía, eran las risas
satíricas del reloj, un inmenso reloj que se encontraba a toda vista, en el
centro del salón que daba justo con la colosal
puerta que crujía como el bocinazo de una limosina. Me senté para sentir
otra vez aquella sensación de poeta silvestre, de lujuria o libertinaje
absoluto, pues fue imposible encontrar la tranquilidad en aquella ventana. Todo
sosiego se había esfumado como un alacrán sobre hielo. Todo. No quedaba alguna
cándida armonía, el orgasmo de mi vida se había apagado casi por completo. Toda
esta impresión de ver que todo había desaparecido me hizo correr como un loco ―en
segundos olvidé por completo el silencio y la histérica manecilla del reloj― y
salí corriendo echando a bajo la colosal puerta, en busca de Nattura; ―pues si
había desaparecido al igual que toda mi poesía, al igual que todo ese paisaje
clandestino, en el cual, me había sumido, habría acabado, me habría quedado
completamente solo―.
II
Corrí por caudalosos pueblos hambrientos
donde la inhóspita respiración de los seres se congelaba como un grito de luna.
Vi por todos lados crucifixiones, pues temí que en alguna de ellas estuviese mi
amada, mi poetiza Nattura. No estaba por ningún lado, me dio una especie de
alivio de no haberla encontrado, pero a la vez, una impotencia que en momentos
no me dejaba siquiera respirar.
Sobre un tétrico memorial recordé lo
mucho que le gustaba el océano, el resonar de las iracundas gaviotas. Me dirigí
por instinto donde nos conocimos. Pues ahí estaba, escribiendo quién sabe qué
cosa, inspirada con los ojos nublados y una sonrisa que jamás antes le había
visto, estaba casi subterránea. Me acerqué y traté de comunicarle el miedo que
tuve desde que desapareció, pues su mano no se detenía en ningún momento. Por segundos
me sentí como un espantapájaros o como atado de nuevo de ojos y pies, ―o así
quizá se sentía ella―. Pero toda conclusión se desvaneció cuando con una voz
arrasadora me dijo: ―«solamente quise estar sola, lejos de toda ficción, lejos
de mi vida, sólo con papel y lápiz; mi alma». Pues me dio la tranquilidad que
andaba buscando de ella, me paré y salí a caminar ―sin miedo― a sentir la
claridad de las nubes que bajaban como un monstruo vespertino.
Ya todo más calmo y yo caminando todavía,
se acercó ella y con una sonrisa aún más fulgurosa me besó, me besó como
curándome las heridas de su ausencia; pues le dije, esta vez, por criterio:
―«Nattura, te amo».
La noche dio hincapié a que los astros
nos desnudaran y la niebla no tapara los rostros arañándonos la piel por
completo. Vi su rostro y sus lágrimas de júbilo, ella vio los míos. Vi su
cabeza cubierta de rosales, de abejas, de miel. Vi su doblamiento con un ritmo
parecido al equilibrio, pero un tanto más desordenado. Vi la franqueza que
estuve buscando toda mi vida; pues la conclusión de todo este encuentro me
hacía pensar que la ausencia del paisaje no había hecho que también se
ausentara mi amada, pues ella era lo único que tenía, y lo único que me hacía
sentir como era realmente Don Palomar Ríos; un humano.
Una vez vistas nuestras caras de espectro,
nos calmamos y nos besamos. Era una situación que remplazaba la noche con un
esplendor blanco abatido por la fusión de sudores y olores. Nos dimos la
tranquilidad y comenzamos a platicar. La verdad me costó encontrar la instancia
para proponerle lo que quería yo que hiciéramos con nuestras vidas. Era algo
complejo, pero mi vida o trayectoria como filósofo, y la reflexión con el
silencio aquella tarde, me hicieron concluir lo que quise proponerle a mi
poetiza. Le vi nerviosa cuando pedí que nos oyéramos, pero ya habíamos vivido
mucho, el miedo de hablarnos se había ido justo aquella noche.
III
―Nattura, amada, tú sabes lo mucho que
temo a la soledad. Sabes lo mucho que temo a que algún día ya no estés conmigo.
Estas últimas instancias me han hecho analizar lo rápido que pasa el tiempo. Me
han hecho descubrir lo atados que estamos a él, no sientes tú lo mismo amada?
―dije con presunto nerviosismo filosófico.
―No comprendo tu preocupación por el
tiempo querido. El tiempo es algo que se logra comprender con el tiempo,
justamente. Aún estamos jóvenes, aún hay tiempo para estar juntos y prepararnos
a la trágica muerte ―dijo con bastante tranquilidad, no sé si realmente lo
estaba, pero por lo menos no vi tiritar su boca ni su bello cuerpo.
―Esta bien comprendo. Pero mi punto va
más allá de aceptar la muerte, pues yo más que nadie sé que es algo
imprescindible. Pero mi punto va más allá de eso. Va con vivir y hacer del
tiempo algo durable, hacer del tiempo algo infinito, o hasta extenso por lo
menos. Temo tanto amada, sé que tú aceptarás, sé que juntos haremos de mis
relojes rojos y de sus manecillas histéricas algo confusamente lento, algo
perpetuo.
―Es imposible amado. Es imposible para
mí luchar con la naturaleza. Además, perdería mi inspiración. ¿Existirá en tu
casa algo que me inspire y haga de mí su alimento?. No lo creo. ―se paró como
paralizada, no sé si por la brisa o por lo incómoda que le resultaba hablar del
tiempo.
―Pero podríamos traerla a la casa, ¿sí?
―dije con presunto temor.
―Estás realmente loco, pareciese que
fuese cierto que los poetas somos más firmes que los filósofos.
―Pues sí, puede ser. Pero no me digas
que no te mueres de miedo a que tus días sean tan cortos y tu muerte esté tan
cerca. No me digas.
―Pues sí te digo. Pues perdiendo o haciendo
duradera la muerte, mi inspiración a ella se esfumaría. No sería feliz
escribiéndole a vegetales y a flores sintéticas, a un sol eléctrico o a una
luna oscura, no lo creo. ¡Es imposible! ―dijo cerrando los ojos; de los que
brotaba un líquido indeciso, o algo gelatinoso, impertinente.
―Amada pues yo temo a todo lo
proveniente de la muerte, y sé bastante de ella, si quieres te lo puedo contar.
―Sabes qué, eres como un tigre
hambriento en busca de la vida. Eres un pobre existencialista, capaz de fundir
las reglas de la normalidad. ¡Estás Loco!
―Pues sí estoy loco, loco por el tiempo
y por ti. Temo más que nada, a ti te amo.
―Pues lo siento Don Palomar, pues
nuestras noches llegan hasta aquí, hasta este instante, hasta este minuto tan
poderoso para usted. ―Y se esfumó, como encandilada por un sonar de estrellas o por un tsunami de flores o un terremoto de
luz divina. Me quedé completamente solo, acariciando la aterciopelada
superficie de las olas. En mi cuerpo una lucecita iba invadiendo mi cordura,
iba remasterizando mi pasado devolviéndome aquellas grises golondrinas,
aquellos ácidos sollozos de locura.
IV
Aquí comenzaba la situación más absurda,
quizás, para la humanidad. Aquí es donde los dioses y lo arcángeles, las
civilizaciones de ultratumbas, las tribus o las etnias comenzaban a odiarme,
comenzaban a asesinarme desde el más infinito pleamar de las nubes. Pensé en abandonar
todo lo que me rodeaba; pero aquella situación sería imposible, pues me moriría
de soledad o de ciegues, me moriría sin remedio o sin la médula de la tierra.
Comencé a escarbar hasta la más pequeña
intimidad de la pacha mama; comencé por los ríos; capturando peces, de todas
las especies, plantas, hasta animales sin silueta alguna, sólo bacterias y
enjambres de insectos o animales que jamás había visto. Recolecté bestias,
hombres escondidos, cubiertos de espesa tierra o de harina. Reciclé millonarias
especies de huevos. Anoté la simetría de las nubes y del sol, dibujé en mi
mente la opaca respiración del cosmos. Analicé fronteras, muelles. Visité
monumentos, maravillas, copiando y anotando siempre la incalculable simetría
del viento, de las posiciones de las cosas. Aprendí la poción de la sabiduría;
el cálculo perfecto del nacimiento. Así la tierra resistió mi locura, así la
tierra, inocente, me prestó el holgado pensamiento
del suelo, el secreto y las rodillas de la selva. Me presentó el mar, el dulce
filamento de su mente; de su mundo, de su mundo aún desconocido por el hombre.
Me prestó sus olas, su ritmo, sus barcos y sus fiestas moribundas, a veces
parecía que quería atacarme, que quería arrasar con mi cuerpo, o sumergirlo,
quizás, pues corrí y alcancé a sostenerme del desierto que daba gritos
expulsando la delgada piedra de sus ojos.
Llegué a casa, luego de un año o más.
Llegué con los brazos molidos. No me cabía un pensamiento más en mi oscura
cabeza. Me sentía como aquél hombre
contemporáneo que llega a su hogar con un artilugio nuevo, o como las aves y su
nuevo nacimiento. Estaba exhausto, pero aún así instalé todo. Primero recurrí a
las escrituras para verificar de forma eficaz la posición de los territorios,
la división exacta de la tierra. Separé los mares de la tierra, y arrojé
especies de manera correcta. Las flores y las gaviotas eran las especies que
más me atraían, les echaba agua y oxígeno sin escrúpulo alguno; pues me
recordaban la belleza y la inspiración de Nattura, me recordaban tal cual era
su silueta; como una lúcida amapola en la boca de una gaviota encendida.
La verdad aún recuerdo a Nattura, pero
no más, que al tiempo. Es más, recuerdo su rostro, y veo a la vez en sus ojos
una pregunta y un suspiro asesino. Veo en sus ojos el reflejo del tiempo que me
hace temerle con más ganas aún, volviéndome a dejar sin respiración, y sin la
fuerza de aquellos días en que éramos ella y Yo.
En medio de la noche, luego de varías
semanas de paranoicas lecturas y reparticiones, se sintió un latido en aquella
colosal puerta que cerraba mi casa. Una sombra a lo lejos hizo alterar el
hábitat de los animales, de toda la naturaleza. Esta agónica sombra un papel
arrojó por debajo de la puerta, pues alcancé a ver su fúnebre mano y no quise
―por miedo al caos― abrir la puerta para verificar al individuo. Tomé el sobre
con ambas manos, y el aroma de su etérea respiración me hacía revestir la
desnudez de su cuerpo, la timidez enamorada de su letra, de ese pulso
catastrófico con el cual, me había conquistado. Abrí el sobre, saqué la carta y
en un segundo comenzaron a llover neutras lágrimas empedernidas.
V
“Aún siento tu esencia,
Aún siento
aquellos viajes
Donde las
miradas eran simples trayectos a la locura.
Amor, detrás de
mí hoy existe el mundo;
Tengo dos aves
en mi seno que gritan tu nombre,
Tengo la mirada
despiadada del silencio que grita
Como un tigre
hambriento, como tú.
Creo que mi
esqueleto se ha comenzado a desmoronar,
Y el tuyo recién
se condensa.
Sólo espero que
tu mente se haya entibiado
Junto a tu
instinto y a tu encendida ráfaga de demencia;
Sólo espero que
hayas construido tu muerte de manera lógica,
Pues no queremos
que el perfume de tu aliento se nos vaya,
Pero tampoco que
se nos pudra.
Eres mi pared
infinita,
La arquitectura
perfecta de mis aves…
Eres
la sombra de mis sesos,
Pero hoy
prefiero que sueltes mi mano.”
Nattura.
Luego de leer toda esta paranoia no
hallé más que sentarme en la ventana a sentir, por lo menos, la poesía de este
paisaje muerto; de este infierno natural que había creado para detener de
manera insurrecta el infinito periodo del tiempo. Me senté frente a la
histérica manecilla del reloj rojo a contar su lentitud imperante, pues sólo
permití quedarme dormido un instante.
VI
Sentado comencé a balancearme con la
silla, crujía como los huesos de un esqueleto de anciano. Seguía aún gritando
la manecilla de aquél reloj rojo, ya no le di importancia. Luego miré hacia la
colosal puerta que había dejado de crujir y se encontraban dos hermosos tigres,
pues parecía que estuviesen hambrientos. Comenzaron a acercarse. No temí en un
principio. Pues una vez sentí más fuerte y repugnante el sonido de las
manecillas y me hicieron gritar, gritar y espantar a los demás animales. No
tuve salida, estaba rodeado de bestias y de aquellos dos tigres hambrientos. Se
acercaron aún más, y mis piernas fueron perdiendo la fuerza suficiente para
estar erguidas, cayeron; cayeron irreflexivas sobre el piso pútrido del salón.
Y en un segundo valioso todos chocaron contra mí, devorándome hasta el último
seso; no sentí dolor pues morí instantáneamente. Sentí la separación absoluta
de mi cuerpo y alma. Vi cómo los dientes que parecían espadas acechaban hasta
el último órgano de mi cuerpo. Parecía una confabulación de la tierra, del reino viviente, pues toda esta
interrogante se disipó cuando miré hacia el suelo y vi que tiritaba un pedazo
de atmósfera completamente grisáceo: era mi cerebro. Los animales algo habían
encontrado en mi cerebro que rechazaron, pues se veían incalculablemente
hambrientos.
Choqueado y moribundo; con una
distorsión o loca poesía en mi mente ―o lo que sea― deambulé solitario como un
muerto sin pensamiento alguno. Deambulé por los obscuros pasajes de la selva,
nadé, trepé, no me sentí más solo por que no lo estaba, pero realmente me sentí
mudo, sin lenguaje, sin lengua ni dientes, necesitaba gritar, pues ya el tiempo
me había borrado instintos, o la muerte quizá ya no me erizaba los pelos, pero
sí, aún, seguía temiéndole.
Tocaron la puerta, la colosal puerta y
me alerté, pero sólo fue un instante, luego recordé tristemente que estaba
muerto. Silenciosamente abrí la puerta, pues ya no me importaba la tierra, la
naturaleza. Abrí sin condición, era ella. Era Nattura. Nattura quizás venía a
rescatarme, a rescatar a éste filósofo loco de una casería nocturna. Pues le
vi, entró con miedo y se aterró de sobremanera tras ver mi cerebro tiritando en
un costado del gigante salón. Lloró,
lloró por tres horas exactas. Lloró sin parar. Y luego del último segundo de la
segunda hora se levanta y se dirige al lugar en el que había enterrado yo mi
pasado, mi oscuro pasado ―pues no recordaba haberle dicho el lugar exacto donde
había enterrado mis recuerdos― pues los desenterró con rapidez, abriendo la
tierra, apretando las raíces de flores que se encontraban justo encima de la
caja sepulta. Sacó la caja y sólo sacó el crucifijo y la estatua de yeso y
volvió a sellar y volvió, también, a poner las flores en su lugar. Le seguí sin
perder rastro de su dulce esencia, y se dirigió al salón, estaba todo intacto ―el
reloj rojo a ratos me miraba como sabiendo que yo también le miraba.
Nattura se sentó de una manera extraña
frente a mi cerebro, sacó de su bolsillo un papel ―creo que era un poema― y
comenzó a gritarlo, a llorarlo, a sangrarlo, y lo cantó rezándome locamente,
con los ojos desviados y una pequeña sonrisa enmantada ―en un abrir de ojos
desperté.
VII
Todo había sido un sueño. Pestañeé sin
parar deteniendo el cálido aire con los ojos, y estaban ellos, los dos otra vez
―igual que en el sueño―; mirándome con los ojos hambrientos. Se acercaron, a
cada segundo un centímetro perfecto, y cayeron encima de mí, devorándome,
comiéndose los restos de mi vida en sincronía con los malditos segundos, o más
bien, con las histéricas manecillas de aquél reloj rojo.
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